sábado, 25 de junio de 2011

Libros Malditos (Oficial Page)



Que las malas lecturas son frecuente causa de la perdición de las almas es cosa que se ha repetido,
sobre todo entre gente poco aficionada a leer.




Julio Caro Baroja


Así comienza esta interesante página traída para lectores de interés ambicuo.
Una de las cosas más impresionantes que se pueden encontrar dentro de la misma
es la manera en como el autor redacta cada una de las lines citadas en cada entrada
a la página, se convierte en un hito de suma complacencía estar dedicando unos
cuantos minutos a la cultura general. Libros, Textos. Pergaminos, Tratados...en fin
un sinumero multicultural de páginas escritas para lectores fuertes y amantes de los
libros que han dado la vuelta al mundo.


Aquí un breve escrito por el mismo autor.

Sádicas aventuras de un rollo de papel (primera parte)
El veintinueve de febrero de 1784, a las nueve de la noche, trasladaron al misterioso preso número seis de la cárcel de Vincennes a su nuevo destino. Fue un parto doloroso. Los guardias hubieron de arrancarlo a tirones de entre aquellas paredes que la fuerza de la costumbre había convertido en su hogar y arrastraron a empellones al prisionero por todo el castillo, hasta introducirlo en un carruaje que aguardaba en el patio. El viaje fue breve. Lo alojaron en una celda de la torre de La Liberté, en la Bastilla. Era un sombrío hueco octogonal de cinco metros de diámetro, techos altos y paredes encaladas que el preso midió con sus pasos, furioso, mientras esperaba que los guardias llevaran sus cosas. Hasta el día siguiente el marqués no pudo decorar la habitación a su gusto: tapices, varios retratos de sus hijos, algún ramo de flores y una hermosa biblioteca cerrada con llave que custodiaba la respetable suma de seiscientos volúmenes. En cuanto pudo, Sade debió escribir una carta a su mujer.

La señora marquesa no era guapa, ni educada, ni se encontraba cómoda entre los lechuginos de su clase. Sade era el libertino más famoso de Francia y nunca pudo entender que estaba preso por el simple hecho de hacer rendir al máximo a una puta. Él sentía la imperiosa fantasía del control total y ella se desvivía por agradar a su esposo. Nunca dos personas unidas en santo matrimonio concertado habían resultado tan compatibles. El prisionero tenía derecho a recibir dos paquetes del mundo exterior cada quince días y su apetito natural había encontrado consuelo en la comida. Pedía tarros de médula de buey en aceite de avellana, faisán, brochetas de codorniz envueltas en hojas de parra, paté de salmón fresco, pequeñas coles a la parrilla. Exigía bizcochos del
Palais-Royal de quince centímetros de largo por diez de ancho y cinco de alto. Pasteles bañados en chocolate negro –negro como el culo de un demonio oscurecido por el humo–, que devolvía enfurruñado porque no estaban cubiertos por arriba y por abajo, tal y como los había saboreado en sueños, malvaviscos, licor de azahar… No es extraño que el marqués engordara prodigiosamente en prisión hasta convertirse en un inválido incapaz de ponerse sin ayuda la camisa. Sus peticiones no acabaron ahí. Quiso un cachorro de perro de aguas para poder amaestrarlo y pidió a la marquesa que le enviara la manga de uno de sus vestidos y el retrato de un apetitoso joven para poder cultivar la última práctica sexual que les queda a los solitarios. Dedicaba una hora larga por la mañana y media hora todas las noche a esas maniobras íntimas: ocho pajas diarias artísticamente escalonadas que le servían para ahuyentar el tedio. Entre el resto de los vicios de Sade se encontraban los números. Contaba los barrotes de su celda, marcaba con un cortaplumas en la pared las veces que habían azotado sus nalgas en la última orgía, llevaba cuentas del número de masturbaciones acontecidas en la oscuridad de su celda… En dos años y medio alcanzó la meritoria cifra de seis mil quinientas treinta y seis.
El marqués prefería la sodomía en aquellas ocasiones. Encargó a su mujer que los mejores ebanistas de Francia tallaran unos estuches cilíndricos en la madera más pulida que pudiera encontrarse, ébano o palisandro, y que fueran exactamente de veinte centímetros de largo por dieciséis de circunferencia, el mismo tamaño que su pene erecto. Por una vez la señora marquesa intentó resistirse. Los carpinteros la miraban burlones o se reían en su cara, pero Sade no cambió de opinión. Ni siquiera el hecho de que el arzobispo de Lyon encargara los suyos en los mismos talleres aliviaba su vergüenza. A ojos de los carceleros, en cambio, eran inocentes fundas que protegían mapas o dibujos. Nunca imaginaron que el prisionero hallaba alivio a sus males sentándose a diario sobre aquellos discretos tubos de madera, suaves como la piel que recubre la cara interna de un muslo.

Por aquel entonces el preso comenzó a escribir su primera novela. Durante tres meses, de siete a diez de la noche, transcribió con letra microscópica 
Las 120 jornadas de Sodoma en pequeñas hojas de papel de once centímetros de ancho que fue uniendo con pegamento, hasta fabricar una larga tira de más de doce metros de largo que luego enrollaba cuidadosamente para ocultarla en las grietas de la pared, tras un mueble o, más probablemente, en el interior de uno de sus delicados estuches. Por una vez las precauciones estaban justificadas, amigo lector, porque si existe un libro maldito, es éste. Sade se propuso escribir la historia más terrible de la literatura y es justo reconocer que no se esforzó en vano. Cuatro poderosos hombres –un juez, un militar, un obispo y un banquero– se encierran en un castillo de la Selva Negra con sus esposas, un harén de deiciséis adolescentes de entre doce y quince años, ocho sementales dotados de órganos bestiales y cuatro viejas putas, veteranas curtidas en mil burdeles, para escuchar las historias más depravadas que ellas puedan recordar y poner en práctica las fantasías más locas que ellos se atrevan a soñar. Una vez el puente se eleve y las puertas se cierren, no habrá escapatoria posible de ese infierno en la Tierra…

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